¿Desconectarnos?

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Autocrítica a nuestro nivel de conectividad

El ritmo de comunicación actual es frenético, quien no está conectado al cien por ciento en redes sociales y sistemas de mensajería está «frito», o al menos es la impresión que se da en un mundo hiperconectado como en el que vivimos.

Existe una necesidad casi esquizofrénica de mostrarnos al mundo y una curiosidad igualmente tentadora de observar lo que los demás revelan de su día a día, de sus opiniones (cada vez más extremistas), de la alegoría de lo que comen, beben, visitan, viajan; de las monerías que hacen (hacemos) en la cotidianidad del día a día.

Es como si con ello quisiéramos garantizar nuestro lugar en el escaparate mediático, al fin y al cabo todo el que posea un smartphone tiene el potencial de figurar en la palestra de las redes sociales que hierve con furor y que nos da a cada uno la oportunidad de tener nuestros cinco minutos de popularidad a micro, mediana o macro escala, según se le vea. 

El «nerviotin» que nos lacera en cada publicación por obtener una respuesta de nuestra amable audiencia es agotador, más tarda en llegar el trino de Twitter, la campanita de WhatsApp o el pitido de Facebook o Instagram, en que ya estamos prestos a asomarnos a la notificación de nuestro celular aunque vayamos conduciendo, estemos en una junta de trabajo, en una reunión familiar o en una interesante conversación con amigos. La necesidad de asomarnos al llamado de nuestro grillete tecnológico parece ser más imperante que cualquier otra cosa.

Engancharnos en los interminables contenidos que ofrecen las redes sociales -muchos sin duda con información interesante y útil, pero gran parte de ella con contenido basura-, se asemeja a un comportamiento adictivo del que no queremos -o quizás deberíamos preguntarnos si no podemos- desprendernos, ya que nos ofrece la recompensa de desconexión mental que nos abstrae de nuestras respectivas realidades, sobre todo en estas épocas pandémicas.

El nivel de contenidos y de información en redes sociales y en internet es tan grande que resulta abrumador elegir con selectividad lo que consumimos y como consecuencia se antoja difícil poder leer, asimilar y responder a todo. La velocidad instantánea de la conectividad y la cantidad de información que recibimos orillan a establecer contactos superficiales y a banalizar los significados.

A quién no le ha pasado que en alguna reunión familiar o con amigos el principal elemento en la mesa sea la presencia del celular, que la atención a la conversación oscile entre lo verbal y lo digital, como diría el clásico, estamos «con un ojo al gato y otro al garabato».

Cada vez más se dan escenas en las que, por ejemplo, una familia, una pareja o qué decir de un grupo de amigos en algún restaurant o lugar público, está cada uno embebido dentro de lo que sucede en su realidad virtual y su realidad física. Se diluye la conversación y la conexión interpersonal se desvanece.  O en las calles o en el transporte público, ver a individuos de todas las edades enganchados, sumergidos en su pantalla sin ser conscientes de lo que sucede a su alrededor, daría la impresión de estar presenciando una escena de robotización colectiva. 

Por supuesto que la conectividad actual tiene sus virtudes y éstas son infinitas. Lo que se ha logrado con el Internet ha revolucionado al mundo de las relaciones interpersonales, además de otros aspectos de nuestra vida diaria. Pero no me estoy refiriendo en esta ocasión a ellas, sino a lo agotador y hasta patológico que puede resultar estar on line permanentemente, no solo en el ámbito laboral, sino también en el social.

¿Visión exagerada?, quizás para algunos, sin embargo, esta observación proviene de una especie de hastío personal de ese nivel de conexión que he experimentado y que he visto en otros. Para quienes conocimos el antes y el después de toda esta revolución tecnológica a veces se añora el silencio de lo remoto, de no estar tan a la mano del otro y de no estar tan inmerso en toda la serie de estímulos, no necesariamente útiles para nuestra vida, que ofrece la hiperconexión.

Tengo la impresión de que este nivel de conectividad tiende a favorecer la creación de vínculos débiles, superficiales y líquidos entre las personas, que a la larga pueden ocasionar un gran malestar y sensación de vacío. ¿Estamos más conectados con los otros, pero al mismo tiempo más desconectados de nosotros mismos? A saber, cada uno lo mediremos, sirva este texto solo como una provocación a la reflexión sobre nuestro nivel de conectividad individual y las consecuencias que está derivando en sí mismos.

 

 

 

 

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2 respuestas

  1. Además existe una gran cantidad de contenidos falsos que lo único que hacen es influir de una manera tergiversar las cosas.
    Creo que en cierta medida se debe aprender y racionar el uso de la conectividad. Es un escape a uno mismo y a nuestra realidad.

    1. Tienes mucha razón, todo se reduce al auto control, pero cuando no hay conciencia de lo atrapados que nos encontramos es difícil encender nuestras propias alertas… Gracias por tu lectura!

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