Ciclos y remembranzas

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Con el corazón rebosante de alegría llegaba la mejor época de mi niñez: la navideña. En aquellos años setenteros del siglo pasado, la Ciudad de México -entonces Distrito Federal-, se inundaba de un ambiente festivo que me parecía más auténtico, más tradicional, más fresco, más mexicano… Nada qué ver con el consumismo esquizofrénico que se vive hoy en el día en el que comprar casi de manera compulsiva pareciera ser la meta, al cabo «Dios proveerá» se dirán muchos.

Los chiquillos de mi tribu nos engolosinábamos con los juegos salvajes que usaban en la casa patriarcal adornada e iluminada con las lucecitas, el nacimiento y el árbol navideño artificial que tanto nos emocionaban no solo a los niños de la familia, sino también a mi madre que no dejó de ser niña hasta que cerró sus dulces ojos verdes para siempre.

Las cenas de navidad se llenaban de algarabía y mucha, mucha comida, pues mi madre, aunque seca en eso de dar amor, siempre manifestaba su cariño a través de deliciosas y abundantes viandas para sus retoños y alguno que otro visitante inesperado.

Ella, líder nata, comandaba a su regimiento femenil, es decir, a sus hijas mayores, con la preparación de los platillos. El olor a navidad se hacía presente con la molienda de chiles secos, almendras, cacahuates y chocolate para la elaboración del mole de los romeritos; la picada de ingredientes para el bacalao, el ponche, y las inyecciones de chinguerito para la pierna adobada al horno o para el pavo eran, como ahora, símbolos de los manjares decembrinos. Los sonidos de la cocina en acción se mezclaban junto con sus aromas, además de la emoción del festejo que inundaban no solo el hogar nuclear, sino también la calle a donde los chamacos huíamos sigilosos para evitar ser el mandadero en turno.

Mi padre, aunque con creencias distintas a la católica, organizaba su casa para recibir a la nutrida prole con fogatas para atajar el frío y de paso para apapachar el alma de sus «muchachitos», como siempre nos llamó a hijos y nietos. Eran tiempos felices a nuestro modo.

El negocio de mi padre -comercialización de desechos industriales- donde tenía su casa, le permitía disponer de un enorme terreno en el que almacenaba montañas de mangueras de plástico, aserrín, papel y fierro. Ahí sus hijos pequeños junto con sus nietos, convertiríamos el lugar en un parque de diversiones para escalar y después lanzarnos desaforados desde la cima de esas montañas en “resbaladilla” quedando muchas veces atorados en el intento.

Yo me empeñaba en liderar a la pandilla de chamacos contemporáneos del clan, por algo era “la tía” del atajo y no podía desaprovechar el rango. Dentro de la familia las jerarquías por orden de aparición se respetaban. Al menos eso creía, porque todos hacían su voluntad, que para eso eran niños (igual que yo) y se pasaban por el arco del triunfo mis instrucciones mandonas en los juegos.


Mis hermanos “de en medio” se encargaban de que el otro “atractivo del parque de diversiones” funcionara adecuadamente, pues en una parte de ese gran terreno del negocio de mi padre (emprendedor nato, ¡cómo no!), tenía un criadero de cerdos. Muchas veces corríamos con la suerte de que en plena Noche Buena hubiera nacimiento de crías porcinas, lo cual significaba contar con función nocturna de parto y además con una lección de vida también. Y ahí estábamos toda la parvada de mocosos en silencio con los ojos llenos de sorpresa y curiosidad. El asombro de ver la vida brotar es inenarrable.

El ritual más importante de la ocasión era el brindis que hacíamos justo a media noche, no solo por el tema religioso y tradicional, motivo de esa celebración, sino porque era el momento en el que todos éramos escuchados. Muchas noches previas me revolvía en mi cama, dominada por el insomnio, debatiéndome en todo lo que entonces quería decir y con ello se me desbordaban las emociones de mi mundo de niña.

En el programa de la noche, no se contemplaba la sección de regalos, pues toda la experiencia era un obsequio en sí que nos marcó de manera particular a cada uno de por vida. Así, con juegos, abundante comida y con los deseos de crecer en un futuro mejor, hacíamos familia. Era nuestra forma de celebrar la vida.

Con los años aquellos niños crecimos y otros más llegaron, mientras el ciclo se repetía menguando cada vez, pues las fuerzas de los padres disminuían, en tanto que las visiones de vida de cada uno se expandían o se modificaban en el curso natural de cerrar de ciclos. Con ello también llegó la necesidad de cuestionarnos la existencia, porque el mundo fluye y no es el mismo que recordamos, pues la vida hay que reinventársela cada día impulsados ​​por nuestro acervo individual para crear rituales y tradiciones particulares que contribuyen a construir nuestro propio camino, aunque a veces es difícil desprendernos del sentimiento de añoranza e idealización con el que muchas veces nos arropamos.

Con frecuencia me pregunto por qué tendemos a repetir los ciclos una y otra vez, incluso hasta hasta anquilosarnos. Son las tradiciones y recuerdos me dirán. Por su puesto, y junto con ellos nos enriquecemos, pero ¿por qué a veces pareciera que permanecemos en el mismo sitio sin mover nada de lo que fue?

Quizás porque, además de disfrutarlos, nos sentimos seguros en su repetición. Tal vez porque es más fácil continuar con lo establecido en lugar de escribir nuestra propia historia con tinta nueva. Pienso también que es por nostalgia, porque en esa reproducción de patrones nos sentimos más cerca del que se fue. En ocasiones esa insistencia con la repetición de los ciclos se convierte en un grillete al que nos aferramos porque es un terreno conocido.

Hay quien no necesita romper o cambiar nada, porque lo estable le apacigua los miedos. Sin embargo, existen quienes requieren el cambio constante, el movimiento de cuerpo, mente, alma y espíritu (si es que existen), el cuestionamiento permanente para poder encontrar su lugar o quizás solo por la necesidad de querer mirar más allá. Rebuscados los llaman, me identifico con ellos. Aunque, al final, cada uno hace lo que puede.

Pero, esta es mi historia, cada quién tendrá la suya y la contará a su manera. ¿Cuál es la tuya?

Fotos: Banco de imágenes Pexels

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6 respuestas

  1. Pude sentir y oler la navidad de mi niñez, que parece que fue ayer pero en realidad fue hace más de 35 años. Que extraordinaria manera de recordar.

  2. Un extraordinario recuento de la niñez el que haces Ale, estás fiestas no serían lo mismo sin nuestros muy particulares recuerdos y vivencias. Te mando un gran abrazo y mis mejores deseos hoy y siempre.

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