Desde que era niña, el largo de mi pelo era para mí un grillete o una liberación. Por una extraña razón mi madre relacionaba el mantener el pelo largo de sus hijas con una especie de cordón umbilical al cual recurrir para ejercer el control maternal cuando nos salíamos del carril, por ello nos tenía prohibido cortarnos el pelo antes de cumplir los 18 años.
Para ella -chapada a la antigua, pues nació en el seno de una familia tradicional queretana del México postrevolucionario-, el pelo largo era sinónimo de feminidad, belleza, inocencia, pero sobre todo de obediencia. El que sus hijas lucieran una larga cabellera era una manera de sentirlas cerca, de acunarlas bajo sus alas de mamá gallina, pero principalmente de imponer su autoridad a través de las prohibiciones que hacía a su chamacada, pues éramos muchos y de alguna manera tenía que meternos al redil.
Sí, de pequeña odiaba el pelo largo y ese eterno peinado de cola de caballo relamido que mi madre me hacía todas las mañanas, a las prisas, porque se hacía tarde para ir a la escuela. El cepillado de caballo que imprimía -sin culpa o remordimiento alguno por los jalones que me daba- me provocaba furia; una furia que me hacia recordar que estaba bajo su yugo y para un espíritu insumiso como el mío eso era frustrante, por decir lo menos.
Una mañana me atreví al sacrilegio de querer un flequillo. Como eso estaba prohibido, decidí por mis pistolas, cortar un poco de pelo al frente, después otro poco (con cada corte mi corazón latía aceleradamente), luego “otro poquito” me decía, hasta que el flequillo desapareció dejando en su lugar el cuero cabelludo al ras. Al ver frente al espejo la tremenda tusada que me había dado, una oleada de realidad me golpeó provocándome un hoyo en la panza, había hecho mi voluntad, sí, pero la respuesta de mi madre sería enérgica… y lo fue…
Por supuesto que mi antipatía por el control ejercido sobre mi persona a través del largo del pelo, entre otras cosas, era una enseñanza de vida que me estaba dando mi madre. Yo era una salvajita a la que tenían que domar, a la que le tenían que poner reglas y límites, a la que tenían que enderezar y enseñar que en la vida hay autoridades morales por respetar y que la libertad se gana de a poco y con lecciones aprendidas.
Ese simple hecho me dejó una conciencia permanente del privilegio de mi libertad, esa que las mujeres en muchas partes del mundo no tienen y por la que luchan, incluso, hasta perder la vida.
Cortarme el pelo ha sido también una especie de catarsis, una renovación de actitud tan necesaria de vez en vez. Es obligarme al cambio y a adaptarme a él. Total, que una peluqueada me resulta siempre tan enriquecedora como varias sesiones de terapia, ¿será que en cada mechón cortado vienen la renovación, las ganas de vivir y de resurgir?
Foto: Antonio Friedemann
4 respuestas
Es una de tus reflexiones que más me han gustado. Me recordaron mi niñez y juventud. Me encanta cuando siento que las historias las vivimos todas, que no estamos solas y que todas vamos cambiando a una versión mejor de la vida con el simple hecho de compartir y de vulnerar juntas. Y tienes una forma muy elocuente y amable de contarlas. Gracias por estos relatos tuyos y por invitarnos a usar tus palabras para una renovación mejorada de nuestras vidas.
Y te ves muy bonita y te queda muy bien
Vaya que ha de haber sido difícil lidiar con eso, máxime cuando las mujeres gustan de cambiar de apariencia cada rato, pero bueno eras niña. Muy divertido.
El asunto iba más allá de la apariencia, más bien era un tema de subversión infantil…